Son más o menos dos kilómetros flanqueados por agua y lo que quedó de una frondosa alrboleda hoy convertida en una trágica sucesión de esqueletos secos por la sal, comienza a percibirse un olor a mar que me acompañará durante todo el recorrido por la villa, aroma similar al de los puertos del N chileno, vaya uno a saber porqué. El pavimento aparece y desaparece, las grietas son heridas que jamás cicatrizarán, la vida la devuelven los centenares de pájaros que ante la ausencia humana han hecho del lugar su recinto, ese acto profundiza las sensaciones contradictorias que provoca Epecuén, en donde la nueva vida parecería resurgir con una belleza extra en medio de tanta muerte.
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